miércoles, 5 de marzo de 2014

Lobo, el dragón García y la princesa enloquecida






Aun llevaba las gafas de esquí en la cabeza cuando se sentó en el balcón con un chocolate caliente y espumoso, además de una rosquilla rellena con crema de vainilla y cubierta de azúcar molida. No le gustaban las sillas, por lo que se acomodó sobre la mesa adoptando la típica posición de loto. Observó entonces el paisaje que se extendía ante ella y con una sonrisa se llevó la taza a los labios. Era una vista espectacular, de montañas nevadas y un cielo embotado. Los pinos adornaban las faldas, creando manchas de bosque, y uno que otro se arriesgaba a abandonar la seguridad del grupo. Estos eran tan diminutos, que le hacían notar la distancia y la extensión de lo que contemplaba… Era simplemente monumental.

La puerta se abrió detrás de ella y él salió con una bolsa llena de manzanas y una de las frutas en la mano. Esta ya había sido mordida y exponía su herida con dolor; incluso la marca de los dientes era perfectamente distinguible. Sin decir nada se sentó a su lado, igualmente sobre la mesa y utilizando la silla para apoyar los pies. Los codos descansaban sobre sus muslos, mientras su mirada recorría el paisaje austriaco con una seriedad guiness.

Ella lo contempló unos segundos, esperando a que dijera algo, pero sabía que no lo haría. Nunca lo hacía. Sólo la buscaba, ignorando a los otros treinta y cinco, y se acomodaba junto a ella no importandole donde se encontrara o que estuviera haciendo. Ya se había acostumbrado, pero aun así siempre lograba asustarla cuando aparecía de forma silenciosa y misteriosa… y luego simplemente no decía nada. Esperaba siempre un minuto y luego perdía la paciencia. Lo había cronometrado antes un par de veces, era un minuto exactamente. Aunque una vez había logrado incluso el minuto con siete segundos… 

-¿Cómo puedes comer manzanas en invierno? –Era lo que en el momento saltaba a su vista. –Y una bolsa entera… Se supone que esas son las manzanas para el pie.

-Es verano… -Escuchó el crack de los dientes mutilando la carne de la fruta nuevamente. Al másticar se concentraba en el lado derecho, por lo que adquiría un cierto aire de niño con la boca demasiado llena. Entonces la miró con el rabillo del ojo, enarcando una ceja con escepticisimo. -¿Y por qué no se pueden comer manzanas en invierno…?

-No son buenas, vuelven las hadas en tu estómago crueles y frías… -Dijo aquello, concentrándose en el paisaje frente a ella. Pudo notar aun así como la explicación no parecía haber aclarado realmente nada. 

-Y tu rosquilla…

-En invierno necesitan mucha azúcar para funcionar bien. Si no comienzan a revolotear demasiado y pueden dañarse las alas…

-Es verano. 

-¿Te parece eso verano? –Con una mano señaló las montañas nevadas.

-Es un glaciar, siempre se ve así…

-Exacto. Estamos congelados en el tiempo… en un invierno del siglo IX, cuándo el imperio austrohúngaro aun encerraba a sus princesas en castillos y contrataba dragones para que las protegiera…

-El imperio Austroúngaro no tiene nada que ver con la edad media… -Ella sólo se encogió de hombros y le pegó un mordisco más a la rosquilla. 

-Se escucha mejor que el Regnum Francorum si me lo preguntas… Aunque tendrás que quejarte con Nina. Ella es la que siempre me cuenta las hitorias que García le cuenta… Y García cuenta sobre el imperio Autroúngaro en el siglo IX y la princesa enloquecida.

-¿Quién es Nina? 

-La cocinera. -El meneó ligeramente la cabeza como si intentara ordenar las ideas. Entonces frunció el ceño y la observó desconcertado.

 -¿Y García? 

-El dragón que cuida a la princesa… -Por un momento despegó la mirada de las montañas y lo miró a los ojos. –Nina dice que tiene cierto aire a Dalí, pero que sólo lo vez cuando suspira y los bigotes se le tensan con la corriente de aire... 

Por primera vez sonrió y en la comisura de los labios se le formaron camanances. Entonces giró el rostro repentinamente, intentando esconderlo. No le gustaba que lo vieran reír y ella no podía entender el por qué. En realidad nunca lo veía sonreír a menos de que la hubiera buscado de nuevo, dejando a los otros treinta y cinco detrás, pero cuando lo hacía, le gustaba… Sintió entonces como las hadas reclamaban azúcar nuevamente, por lo que le dio un trago largo a su taza de chocolate. Ahora que se había enfriado un poco podía tomarlo con más prisa, como le gustaba. 

-Deberías dejar de visitar a… a Nina… Tus historias son raras, pero esta está rematada…

-Tu también la visitas… -Al decir esto él mordía la manzana nuevamente y extrañamente casi se atraganta ante su comentario. –Pero si no le preguntas el nombre nunca te contará ninguna historia, menos la de García y la princesa enloquecida. –La miraba ahora con desconcierto, pero ella simplemente siguió. –Siempre te prepara tu bolsa de manzanas, así como me prepara a mi rosquillas con crema de vainilla. Por eso no hemos tenido pie de manzana, siempre te las reserva a ti. Dice que “…el joven Lobo las necesita… las necesita hasta que logre salvar a la princesa enloquecida…” Creo que le caes bien… -Notó como tanto la seriedad de su rostro, como los camanances de hacía unos momentos, desaparecían. Ahora la observaba con orbes tan abiertos como los de un gecko. Ella simplemente le sonrió. -¿Quieres que te cuenta la historia? Pero lo haré sólo si la próxima vez llamas a Nina por su nombre…

La única respuesta que obtuvo fue un gruñido ligero, además de que volvía a fruncir el ceño. En esos momentos terminaba también de comerse la fruta, dejando sólo el palito. Hasta las semillas y el mismo corazón lo había triturado. De verdad parecía necesitar la fruta, porque sin pausa tomó una nueva de la bolsa y con ganas, o tal vez furia, la mordió produciendo un doloroso crack. No había visto a nadie comer una manzana con tanto sentimiento antes…

-Había una vez un imperio Austroúngaro, al cual le gustaba encerrar a las princesas hermosas, porque era costumbre encerrar princesas hermosas. La princesa de esta historia tiene el cabello negro, aun cuando todas las demás son rubias y grandes. Ella es chiquita pero hermosa y el imperio Austroúngaro la encerró en aquella gruta… -Señaló un area oscura, que a tanta distancia no era realmente distinguible. El entornó los ojos y su semblante demostraba que no lograba ver realmente lo que ella le mostraba. Aun así siguió… -En la gruta hay un castillo construído, en el cual vive la princesa desde entonces. Por eso se ha congelado el tiempo también, ya que este lugar le pertenece a la princesa y a su eternidad… El castillo lo cuida y guarda García, un dragón contratado y que sufre de depresiones. El siempre baja a conversar con Nina, ya que no puede hacerlo con nadie más. Ya sabes, la princesa está loca… –Se encogió de hombros y lo observó con resignación, como si la pobre mujer de cabello negro no tuviera salvación. Él sin embargo ya no observaba el paisaje del todo, sino que se concentraba en ella mientras mordía la segunda fruta aun. 

-Toda princesa tiene un príncipe azul por supuesto, pero esta princesa tiene un príncipe gris… Se llama Lobo y se pueden escuchar sus lamentos en las noches en las que no ha logrado alcanzar a su princesa. Es un príncipe solitario y desesperado que, al salir la luna, busca siempre una nueva vía para entrar en el castillo. Lastimosamente no siempre lo logra y cuando esto sucede se hunde en el frío de la montaña y aulla aun más fuerte, cómo si el corazón se le despedazara poco a poco… Extrañamente nadie lo puede escuchar, sólo García y la princesa… Y Nina, o eso dice ella por lo menos… -Hizo una pausa y luego volvió a hablar con voz más profunda. -Cuando la princesa lo escucha, se encierra en su habitación y no pudiendo hacer nada… enloquece aun más.

-¿Por qué…? 

-Porque está enamorada y ha vivido doce siglos en la incertidumbre de no saber si Lobo aparecerá esa noche o no. 

-Podría simplemente irse con él…

-Si lo hiciera ya no sería una princesa y el tampoco un príncipe. Serían gente normal y corriente, que se da lo que quiere y luego ya no tiene nada que pedir. Ella perdería su belleza al no tener que esperar y el perdería su fuerza al no tener que llegar a ella…

-Eso es estúpido. No tiene sentido… -La interrumpió con voz incrédula. De repente se había olvidado de volver a morder la manzana. –Si es hermosa, seguirá siendo hermosa. Si el es fuerte, seguirá siendo fuerte…

-Puede ser, pero tienen miedo de que no sea así y por eso García se deprime y busca consejo con Nina… Es un romántico sin remedio y cuida el castillo, pero a veces no puede soportar la crueldad de su deber y deja a Lobo pasar… Entonces disfruta como la princesa y el se encuentran una vez más. Nina dice, que García dice, que es algo increíbley único… Fuego hecho vida, vida fluyendo entre besos y suspiros… -Él la miró unos momentos, pero no la veía a ella realmente. Parecía más bien inmerso en sus propias ideas. Entonces giró el rostro con violencia y volvió a morder la manzana.

-¿Y pod qué Gadcía simpemente no ho deja pasad siempde…? –Dijo con la boca medio llena. 

-Porque tendría que morir… Un dragón sólo puede faltar a su deber en el caso de que muera. García es un romántico sin causa, pero sigue siendo un dragón al fin y al cabo, por lo que no puede ser tampoco lo suficientemente romántico… -Suspiró con pesadez, sus ojos destilando nostalgia y tristeza. -Los dragones no son tan románticos, lastimosamente…

-¡Qué estúpido! Nadie tiene que morir. –Jugaba con la fruta mordida en su mano y la observaba con desprecio, como si derepente no se viera tan apetitosa. -Ellos son los únicos culpables… -Aquello último fue casi un susurro.

-Yo moriría por ellos… -Sonrió al ver que los ojos claros la contemplaban ahora con increíble sorpresa. –Moriría al instante y les dejaría la puerta abierta… Así Lobo podría volver todas las noches o la princesa podría seguirlo cuando quisiera… Pronto perderían el miedo y sabrían lo mucho que se necesitan, sabrían que nunca más podrían separ…

-¿Por qué Nina te cuenta esas cosas? –Soltó de repente con voz exasperada. Sin previo aviso se puso de pie, apartando la silla con violencia y haciendo que las patas de la misma rechinaran contra la madera del suelo. –Qué historia más rematada… -Su rostro volvía a endurecerse y sus ojos claros despedían una ira desconcertante y confusa. Ella sólo lo miró con sorpresa y sin saber el por qué de la impulsiva reacción. El tampoco esperó a que dijera nada. Se dirigió al interior del hotel nuevamente, dando un portazo a su espalda y provocando que el balcón se sacudiera. 

De nuevo se encontraba sola y con el pulso acelerado. Las hadas revoloteaban con tanta desesperación en su estómago, que incluso creía comenzar a sentirse mal. El problema era que ya no tenía ganas de comerse el resto de la rosquilla y dudaba mucho que las hadas quisieran tampoco… El cielo embotado había comenzado a oscurecerse y la gruta ya no era visible. Se preguntaba si esa noche Lobo alcanzaría a su princesa y se desharía en besos y suspiros con ella... 

***

Sentía como el baño caliente había reconfortado sus músculos y aligerado su mente... incluso el alboroto de las hadas había cesado ya bastante. Se puso pijama de una vez, ya que no iría a la fiesta del último día. Nunca lo hacía, prefería conversar consigo misma y dejar volar sus ideas con la música. Eso era mucho mejor que observar y no descubrir nada, que desear y no obtener… Así por lo menos sabía que en sus sueños no sería decepcionada, o por lo menos en la mayoría de los casos era así… 

Se secó el exceso de agua del cabello con un paño, y luego de desenredarlo y secarlo, entró en la habitación compartida. Soltó un grito entonces, al ver a alguien sentado en su cama. Se suponía que estaría sola, por lo menos hasta entrada la madrugada, y no había oído que nadie tocara la puerta o parecido…

-¿Qué haces aquí…? –Nunca la buscaba dos veces en un día y menos en un momento así. Debería estar junto a los otros treinta y cinco, celebrando algo ilógico y escuchando conversaciones que poco le importaban. Sabía que era así, lo podía ver en sus ojos claros… Además se preguntaba como había entrado, sólo habían dos llaves y ella tenía una de ellas… ¿se la habría pedido a…?

-No pareces muy feliz de verme… -Enarcaba una ceja, mientras la observaba con seriedad. Esa vez no llevaba manzanas y tampoco parecía vestido para la ocasión. Más bien podría decirse que, como ella, andaba en pijamas también. 

-Deberías estar con los otros treinta y cinco… -No sabía que más decir. Aquello se salía completamente de los patrones que ella conocía. Eso la confundía y nublaba su mente. Él simplemente rió por lo bajo y se puso de pie, bloqueándole el camino mientras escondía las manos en los bolsillos del pantalón.

-¿Por qué debería…?

-Porque eso es lo que haces… -Aquello no pareció gustarle en absoluto, ya que su rostro se endureció como el de una estatua. 

-Pues ya no. De hecho estuve hablando con Nina… -Se cruzó de brazos mientras la miraba desde sus veinte centímetros de más. Ella lo contempló con desconcierto y sintió como las hadas comenzaban a despertar nuevamente. Y tanto que le había costado volver a calmarlas… –Lobo, García y la princesa enloquecida existen…

-¡Claro que existen! –El simplemente ladeó una sonrisa y continuó hablando. 

-Como dije, estuve hablando con Nina y nadie tendrá que morir. Además he tenido unas cuantas palabras con Lobo también… De fuerte no tenía nada… -Pestañeó un par de veces, intentando comprender le que le decía. Él nunca había hecho algo así, él nunca había vuelto a ella o hablado de sus historias de nuevo… Tal vez se debía a que fuera de Nina en realidad… –Y por último… me he asegurado de algo, que la verdad sabía desde hace demasiado tiempo... –Clavó su mirada clara en ella, obligándola a recorder a las hadas de nuevo. -La princesa nunca perderá su belleza… 

Sentía como las palabras se agolpaban en su boca, luchando por salir. Al mismo tiempo sin embargo, no encontraba su propia voz para hablar. Por más de que intentara ordenar la información en su cabeza, esta parecía estar rodeada por una neblina que simplemente le impedía pensar con claridad… Además, tenía la extraña sensación de que cada vez había menos distancia entre ellos. Lo único que logró pronunciar en su confusión fue un torpe… 

-¿García… no tendrá que morir? –Curvó los labios en una mínima sonrisa. 

-El es un dragón y los dragones necesitan dormir mucho. En sueños pueden ser además todo lo románticos que quieran. García está ya cansado y ahora podrá disfrutar de los suspiros de Lobo y la princesa enloquecida mientras duerme, sin tener que morir… -De repente sus ojos claros se encontraban a sólo centímetros de ella, tan cerca que podía observarlos con detalle: los rayos de luz, las sombras grises y los matices verdes... Sintió entonces un vuelco en el estómago. Necesitaba azúcar urgentmente antes de que las hadas se fueran a lastimar las alas. 

-¿Y si despierta…? –Su voz era un hilo silencioso y casi inentendible, pero es que no necesitaba más tampoco. El se encontraba tan cerca ya, que nisiquiera se atrevía a verlo a la cara. Desvió la mirada hacia algún lado, evitando las líneas de su rostro y buscando un punto lo suficientemente interesante en la alfombra. Ahora incluso podía sentir su aliento cálido y con sabor a sandía acariciar sus mejillas y humedecer sus labios… Cerró entonces los ojos, mientras pensaba que debía apagar ya la calefacción.

-Cuando García despierte, ya Lobo y la princesa habrán muerto… -Su voz era un susurro también. Este cosquilleaba en su lengua y se convertía en un escalofrío, el cual recorría su cuerpo y la hacía temblar… –Cuando despierte, ya se habrán deshecho en besos y suspiros… García no tendrá a nadie más a quien guardar… -Entonces lo pudo confirmar. Estaban tan cerca ya el uno del otro, que no había espacio entre ellos…

Primero fue un roce casi imperceptible, ligero e inocente… luego una presión suave sobre sus labios. El aire escapó de sus pulmones y las hadas terminaron por enloquecer. Gritaban con hambre, como si no hubieran sido alimentadas nunca, y sabía que con azúcar ya no podría mantenerlas bajo control. Escuchó tres veces el latir de su corazón en su oído y entonces su mente se desconectó… Su cuerpo se abalanzó hacia él, sus manos se enredaron en su cabello suave y su boca apresó la de él. Mientras tanto sus brazos la rodeaban por la cintura y la atraían aun más, si es que eso era posible…

No era un beso suave y romántico, si no irracional y apasionado. Ella intentaba contar todo lo que no había podido hasta ahora, mientras el luchaba por centrarse en cada una de las sensaciones que comenzaba a descubrir. Sus lenguas trataban de imponerse al otro, sabiendo cada uno que aquello sólo funcionaba porque ninguno se daría por vencido. Habían esperado demasiado, habían anhelado en silencio, se habían deseado con desesperación… Y ahora que lo sabían, no lo dejarían pasar…

Fue una eternidad en la que su mente se desboronó y sus sueños perdieron los colores vivos que ella misma les había dado. Nada se acercaba a la realidad, nada podía compararse a sentirlo realmente, a escuchar sus supiros en el silencio de la habitación chocar contra los suyos propios… Nada podría superar el hecho de que fuera ella la única que podía disfrutar de aquello… que fuera parte de ello, que lo provocara. Pero nada era infinito y algo tan explosivo tenía que acabar también, sobre todo cuando los pulmones volvían a exigir oxígeno... 

Tenía la respiración agitada, temblaba ligeramente y aun no se atrevía a abrir los ojos. Tenía miedo a descubrir que todo era nada más un producto de su imaginación, una creación de su mente siendo alimentada por violines y flautas… El subir y bajar rítmico de su pecho contra el de ella le confirmaba sin embargo, que aquello tenía cuerpo, uno que en esos momentos se aferraba a ella con desesperación. Con sorpresa sintió entonces como sus labios, aun rozando los de ella, se ampliaron en una sonrisa… Ella misma no pudo evitar hacer lo mismo al imaginarse los camanances…

-A partir de mañana Nina podrá hacer su pie de manzana…

-¿Ya no irás por más…?

-Ya no me harán falta… Estoy seguro mis hadas estarán satisfechas con su nueva dieta…

-¿Azúcar…? –Finalmente abrió los ojos, encontrándose con los claros de él, los cuales la observaban con detenimiento. Brillaban y destilaban algo dulce… algo que nunca antes había visto en su mirada.

-No… Una princesa eternamente hermosa y rematadamente loca… -Volvió a apresar sus labios con suavidad y deseo. Al parecer las hadas aun tenían hambre, al parecer tendrían hambre toda la noche, todas las noches…

Ya no tendría que hacerse más preguntas… Lobo había alcanzado a su princesa enloquecida para siempre y se deshacería en besos y suspiros con ella…

jueves, 4 de abril de 2013

El Asesino






Despiertas cuando el cielo apenas destiñe. El sudor frío y las pulsaciones a mil te sacan de esos sueños dulces como la miel, pesadillas de todos los días. Sabes que son reales y eso te produce aun más miedo. Te restriegas la cara empapada, las sábanas se adhieren a tu cuerpo medio desnudo. Cuánto las odias... y aún así no te atreves a dormir sin ellas, son tu único consuelo a la hora de acostarte. Aún debe ser muy temprano, demasiado temprano... nadie más estará despierto en la casa. Sólo tu rondas como un muerto en vida a esas horas, rehusándote a reconciliar el sueño. Ya lo has intentado y sabes que no sirve de nada. Arrastras los pies hasta el baño mientras el frío matinal eriza ligeramente tu piel. Ojala se debiera a esos sueños hechos realidad. Ojala fuera tu realidad... 

En el baño levantas la cabeza pesadamente. Bellos orbes tan profundos te devuelven la mirada, una mirada pobre y muerta, sin brillo, congelada desde hace mucho tiempo. Oh, cuanto desearía acariciar tu rostro y devolverte la vida, aquella vida que me arrancaste. Tus ojos dejan de ser azules para volverse ocres, oro derretido y cálido. Cierras el puño con fuerza. Algún día lo harás, algún día harás estallar el vidrio, dejarás la sangre correr y talvés su calor te recuerde que aún perteneces a los que respiran, que aún te mueves entre los demás. Algún día... pero no ese. No te atreves, nunca te atreves. El mundo sabría entonces que estás mal, que sufres. Eso no te lo puedes permitir. Oh, mi pobre alma en pena... Si me dejaras liberarte sería todo tan diferente, pero ya es demasiado tarde para eso y tu también lo sabes. Me has arrancado la vida y con ella se ha ido la tuya.

Te mojas la cara, deseando que el agua fría congele cada uno de los sentimientos que aún polulan en tu mente: fogatas al rojo vivo, noches iluminadas por la nieve, una eternidad de vistazos perdidos, de sonrisas clandestinas. Ojala hubieran sido sinceras. Cómo saberlo. Pertenecieron a un juego cruel, el cual terminaste con un jaque mate. Eras todas las fichas: frontal como la torre, escurridizo como el caballo, galante como el alfil. Fue una partida demasiado larga pero sin producir daño a terceros. Nosotros eramos las únicas víctimas (talvés uno que otro envidioso, pero ellos nunca existieron para nosotros), siempre los únicos blancos de apuñaladas certeras y dolorosas... No intetabamos evitarlas, y para qué. Las disfrutabamos como dos locos psicópatas. Y el mundo se preguntaba hasta donde llegaríamos, pero nunca les importó. O quizás sí. A uno que otro le importabamos, pero nunca los dejamos acercarse... Finalmente diste en el corazón y todo acabó...

Se forma un nudo en tu garganta y lo reprimes, como siempre lo haces. Ya eres un experto. Sin mirar más atrás bajas las escaleras hasta la cocina. ¿Siempre tomaste café? No lo recuerdo, talvés nunca puse la atención adecuada. Me pregunto ahora si aquellos detalles me importaron alguna vez, si los visualicé en un futuro cercano. Es seguro que lo hubiera hecho, pero tu nunca me enseñaste esos pequeños detalles. Nunca confiaste en mí como yo nunca lo hice en tí. Nunca me dejaste entrar en tu vida de farsas, nunca me invitaste a una taza de café. Y nunca sabrás que lo detesté siempre, porque nunca preguntaste si me gustaba... Tu fiel amigo, tu único amigo el perro despierta atontado gracias a tus pasos perezosos. El siempre mueve la cola incondicional, aun cuando hayas cometido otro asesinato y vuelvas a la casa con los dedos empapados de sangre. El te saluda como si la vida se le fuera en ello, y entonces te permites llorar unos segundos. Pero sólo lloras en tu mente, hace años que tu alma se secó. Tampoco me dejaste acercarme a él, a tu fiel amigo el perro, tu único amigo. Tenías miedo de perderlo a él también como te perdiste a ti mismo, nunca confiaste en mí. 

En la cocina inicias esos movimientos monótonos de quien sólo actúa porque así lo dicta la rutina. Te haces tu taza de café y mientras viertes el líquido ardiente un escalofrío recorre tu espalda desnuda. Sabes que te observo, tan inocente como nunca antes lo fui. Sientes miedo y evitas a toda costa volverte. Si esperas suficiente talvés me esfume, o talvés esperas que realmente aparezca. Extraño como mis huellas digitales aparecen en la puerta del refrigerador, en un vaso abandonado en el lavaplatos, en el periódico viejo y revuelto. En ese momento hace eternidades ya habías tomado la desición, ya sabías que moriría en tus brazos. La despedida fue lo más difícil. Tu ya te habías congelado para ese entonces. Habías aceptado ese destino que tu mismo forjaste. Y así también viertes la taza de café, ya preparado para el día que empieza. Cuando den las nueve de la mañana toda confusión se habrá esfumado y volverás a ser ese muerto en vida por el cual las personas rezan. Se que crees, se que esperas que algún ángel te libere, pero hasta las cuatro de la tarde no tienes salvación, no eres nadie, no eres nada. Andas, respiras, comes y hablas sin vivir...

Las horas pasan, el sol avanza y yo estoy siempre a tu lado. Me camuflo entre pensamientos, en el calor insoportable y el sudor inevitable, entre las personas que van y vienen (ahí estoy, ahí desaparezco detrás de un pilar griego... ahí estoy, ahí desaparezco en medio de un grupo escandaloso...). Disfrazas tu soledad con cigarrillos asquerosos, cervezas baratas en horas inadecuadas y cortejos lascivos, fríos y faltos de tacto. Te das asco y sabes que siempre me diste asco. Por eso te odiaba y eso lo disfrutabas, no confiabas en mí y por eso deseabas alejarme. Y yo también lo deseaba y deseaba odiarte y deseaba acabar con tu vida. Cuanto hubiera deseado ser yo el autor de aquel asesinato dulce, sostener tu cuerpo mientras tus ojos se volvían cuencas vacías, mientras tu última sonrisa me la dedicabas a mí. Y ahora en cambio sigues matando. Tus manos son zarpas de lobo, esperas con el espinazo encorvado, jadeando en la oscuridad, buscando a tu próxima presa. Y sabes que nunca más probarás carne tan deliciosa como la mía... Por eso sigues matando.

Llega la hora de la siesta. Aveces antes de tiempo, pero nunca antes de las cuatro de la tarde. Tendrás tiempo hasta las siete, siempre fuimos tempraneros. Escogerás el sillón en medio de las sala de estar. Te gusta el melodrama y ese habría sido el escenario perfecto para mi muerte. Así lo habrías deseado, pero tampoco olvidabas al resto. Aquello sólo pertenecía a tus fantasías. Al fin llegaríamos y tu te rehusarías a levantarte para aumentar el efecto dramático. Yo sólo te observaría conteniendo cualquier sonrisa furtiva... conozco tus engaños como la misma palma de mi mano. Aún así para ese entonces ya me habría enredado en tu invisible telaraña. Seguramente ya sabría también que había perdido desde hace mucho tiempo... Todas las piezas seguían sobre el tablero y aún así el último acto se acercaba. Conocías mi amor por los finales shakespeareanos y mi disposición a acabar de igual forma. Sabías que era masoquista de nacimiento... Y mírate ahora: sólo repites la misma escena ya curtida y gris, imaginando que son mis ojos los que pierden la vida. Sabes que nunca más volverás a sentir satisfacción, pero es la única manera de calmar tu alma maldita, de hacerle creer que aquellos instantes mágicos fueron infinitos...

Luego te darás asco y querrás gritar, reventar ventanas y deshacerte en llanto. Pero eso sólo lo deseará tu corazón, porque tu no te atreveras. Tus ojos muertos observaran su obra ensangrentada, llena de dolor incontenible. Eso te enfurece aun más. Yo nunca te mostré dolor hasta cuando ya estuve en la tumba. En esos momentos mis fuerzas me traicionaron y desee aferrarme a la vida, pero una vez más era demasiado tarde. Me dejaste caer en el vacío, aun con la seguridad de que te arrepentirías luego, de que aquel era el error más grande de tu vida... O tal vez eso fue lo quice creer, tus ojos nunca me dijeron nada. Tenía que adivinar, andar a oscuras, perder el tiempo en juegos de azar. Y aún así todo fue inútil... Cuando finalmente lo entendí te odié con todo mi corazón, y me odié con impotencia, pero te odié aun más...

Tu trabajo fue limpio hasta el final y ahora despierto en las mañanas imaginando que tu llevas horas fuera de la cama sin poder conciliar el sueño, sufriendo una muerte que tu provocaste. Pero esas son mis ficciones, tus ojos seguirán igual de fríos y muertos... Tus sentimientos seguirán enterrados en lo más profundo de tu alma y yo no seré nadie más para tí. Aun así me aferro a mis pesadillas, dulce sueños de miel, realidades pasadas e inalcanzables. Cada vez que despierto con el rostro empapado, la respiración agitada y las pulsaciones a mil, no puedo evitar volver a pensar en mi muerte. Fue el momento más bello de mi existencia, fue la perdición de mi alma. Ojala pudiera acabar contigo como tu acabaste conmigo...          

sábado, 16 de febrero de 2013

Apocalipsis





Ese día conocí a la muerte. Era una figura gris, con una larga capa rasgada y desteñida. Intentaba sonreir con dulzura, pero la nostalgia oprimía el gesto. Sus ojos no brillaban, eran opacos y tristes. Estaban cansados y se rehusaban a robarle mas víctimas a la vida. Esquivaba nuestras miradas llenas de terror, mientras nosotros temblábamos en el suelo destrozado. Temblábamos de miedo y de frío, más de miedo que de frío. Temblábamos porque nuestro cuerpo no sabía que más hacer. Sus manos también lo hacían. Temblaban ligeramente, pero sin dejar de aferrarse a la esfera de cristal que sujetaban. Esta mostraba entre volutas de humo rostros sufriendo y gritando, rostros sumidos en plácidos sueños. Y cada vez que brillaba, el gemía y se aferraba más a ella hasta que sus nudillos y dedos palidecían. Sus resecos y resquebrajados labios pronunciaban entondes el nombre de Dios. Lo pronunciaban con una voz apenas audible, una voz doliente. Era un ser descorazonado, que parecía sufrir más por nosotros que los mismos ángeles. 

Ese día conocí a la peste, a la enfermedad misma en un cuerpo desgarbado, bajo una piel cetrina roída por el viento y la arena. Sus pómulos acentuaban su rostro y la barba dispareja y corta parecía no tener mas fuerzas para crecer. Su mirada era lejana y se debatía entre la indiferencia y el fastidio. Parecía concentrarse en un horizonte inexistente, en un cielo que quizás escondía algo que no deseaba mostrarse. Sus manos se escondían en los bolsillos de un pantalón verde y viejo, mientras sus labios se entretenían con un cigarrillo infinito. Lo mascaba de vez en cuando, inhalaba aun más seguido soltando luego el humo púrpura y tóxico por la fisura de sus labios. No hablaba pues no tenía por qué. Nunca nos miró, quizás nunca se enteró de que ahí estabamos, temblando sobre el suelo despedazado y esperando un final que no llegaba, talvez nunca se atrevió. Su silencio era el único téstigo de la piedad que no podía brindar. 

Ese día conocí al hambre. Era la locura y la desesperación encarnada, todo su cuerpo emanaba destrucción. Sus ojos destellaban deseosos y su sonrisa se deformaba en una mueca de desquicio. Largos caninos brillaban tan blancos como el frío marmol y un gutural sonido brotaba de su gargante como la amenaza de una fiera encerrada. Sus manos se abrían y cerraban como si así pudiera agotar el tiempo que aun lo retenía. Para el no existíamos. No eramos más que la piedra que sucumbiría entre sus garras de acero. El miedo y la angustia que transformabamos en temblores inevitables se mezclaban junto al resto de los aromas terrenales que enloquecían sus instintos. El le robaba el fuego a la vida y con el devoraba todo a su paso, arrasaba todo lo que se interponía en su camino. No conocía la distinción entre el bien o el mal, tampoco le importaba con tal de que el ácido en sus entrañas fuera saciado.  

Ese día conocí a la victoria. Un ser que aparentaba fragilidad, tan indecifrable como una estatua configurada para la adoración. Su cuerpo brillaba como el cristal, era duro y frío como este. Su semblante era desalmado, completamente falto de compasión. Sus ojos vacíos no mostraban más que el blanco de la nada, un vacío interminable en el que todo perdía sentido y se volvía uno. Sus labios sellados eran rojos como la piedra rubí, nunca pronunciaron sonido alguno. Dudo que pudieran hacerlo, en ellos no existía el libre albedrío, sólo decisiones ya tomadas. Junto a ella no podíamos sentir esperanza o posibilidad alguna de salvación. Nos dejaría ahí sobre ese suelo destrozado sin importarle cuando acabría finalmente nuestra angustiosa espera. No escucharía ruegos, no escucharía plegarias ni oraciones, tampoco arrepentimientos o llantos. Su misión había sido determinada y nosotros ya no teníamos tiempo de cambiar nada. 

Ese día conocí nuestro fin. Un dragón negro como las tinieblas del infierno, de cuencas rojas y refulgientes como la lava ardiente. Rugía con ira mientras expulsaba muerte y desolación desde sus entrañas. Sus anchas alas cubrían el mismo cielo y su largo cuello amenazaba con alcanzar el sol también. Sus zarpas asesinas aplastaban sin cuidado todo a su paso, desgarraban la tierra y la hacían temblar bajo su destrucción. El había venido por nosotros. Ya no había futuro, nunca había existido para nosotros. Nosotros que temblabamos indefensos sobre el suelo destrozado no eramos los elegidos, nunca los fuimos. Y esto lo supe cuando vi la tristeza en la sonrisa de la muerte, cuando escuché el silencio piadoso de la peste, cuando temí a la locura del hambre. La victoria no sería nuestra. 

La victoria pertenecía al oso en el polo, al tigre en la selva, a la ballena en los oceanos. La victoria no había llegado para salvarnos, sino para abrirle paso a las enredaderas que aplastarían los castillos y las estatuas, para introducir las tempestades que acabarían por enterrarnos junto al tronco caído y a la flor reseca. Quizás nuestra madre nos perdonaría, perdonaría a este hijo que jamás regresó, que no encontró nunca el camino de vuelta, que simplemente lo ignoró. Y entonces nos permitíria volver al inicio de todo, al núcleo del mundo donde seríamos desintegrados junto a los demás, junto a nuestros vecinos, junto a nuestros enemigos. Nadie ni nada podría reconocernos entonces. Brotaríamos nuevamente como dientes de león, sin conciencia y sin razón, y seríamos levantados por rafagas de viento que nos transportarían hasta donde vuela algún joven halcón de alas aterciopeladas, el cual observa su reflejo en un lago colmado de nubes. Tal vez nuestra madre pudiera concedernos esta segunda oportunidad.